Hace unas semanas que el trayecto que me lleva de casa al trabajo se ha convertido en divagación. Una carretera secundaria, recta, que normalmente escasea de tráfico, se ha trasformado en incógnita desde que aparecieron colgados en un poste de madera unos peluches infantiles.
Los campos que hay a ambos lados del asfalto no son de cultivo, ni parecen pertenecer a nadie. Es más, hay trazado a la derecha una especie de camino por el que, en fines de semana, puedes ver a gente montando en bici o caminando tranquilamente disfrutando de una mañana de sol. Campo yermo.
La primera vez que reparé en ellos iba tan pendiente de que el coche no patinara sobre la superficie helada que apenas pude pensar uy, ¿eso qué hace ahí? Ni siquiera me fijé qué era exactamente lo que colgaba de aquel palo. Y a la vuelta del trabajo, cansada y deseosa de llegar a casa y ponerme el pijama, tiré para adelante dudando incluso de que aquello que había visto por la mañana, hubiera existido en realidad. No vi nada. Hemianopsia homónima izquierda, se llama.
A la mañana siguiente, misma rutina, misma carretera y los tres muñecos: una especie de perro, un mono y un oso. Sujetos a su mástil vertical por la parte de detrás, a diferentes alturas, para ocupar la mayor parte de la superficie, pero sin tocar el suelo.
Los había visto bien. Allí estaban.
Por la tarde, monté a los niños en el coche y, a la altura de los muñecos, les dije: ¿habéis visto esos peluches de ahí? - ¿Qué peluches, mamá? SÍ, mirad. Por la ventana de Asier. - Yo no veo nada…
Me pareció rara la contestación porque ellos también pasan con su padre por la mañana por esa carretera, de ida y vuelta, y porque yo no iba tan rápido como para que no pudieran ver que había tres enormes peluches colgados de un palo al lado de la carretera. Tendrían que haberlos visto e, incluso, sorprenderse ante ello. No hubo reacción por su parte. Se me está yendo la hoya y esto sólo lo veo yo.
No hay forma más rápida de acceder al centro de la ciudad que por esa nacional, así que volví a pasar día a día por allí. Algunos días los veía, otros no. Y cuando me acordaba de que tenía que estar pendiente de aquellas bolas de tela, ahí aparecían. Lo más curioso de todo era que, a veces, cambiaban. Lo siguen haciendo. Creo que he visto colgados cuatro o cinco tipos de muñecos viejos diferentes. Una muñeca con pelos naranjas ocupó el sitio del perro, y después, sólo el mono y otra especie de muñeco marrón quedaron custodiando el suelo pardo.
Sigo cuestionándome por qué están esos personajes allí colgados. En mi negro pensamiento, lo primero que imaginé fue que eran un recuerdo a algún niño fallecido. Luego, lo desestimé, y supuse que tenía que ser un espantapájaros algo peculiar. Pero, ¿para qué? Allí no hay nada que proteger. Igual es una graciosidad de alguien, me dije, que quiere llamar la atención de los que diariamente pasamos por aquí. Pero, ¿quién se toma las molestias de ir y cambiar los muñecos, de vez en cuando? Porque siguen cambiando…
La estampa bonita no es. Pero tiene algo de cautivadora. Cuando hay niebla, resulta inquietante; en días de cielo rosado y anaranjado, su presencia se hace mucho más latente. La luz les da por detrás, y sus contornos se aprecian unos cien metros antes de llegar a su altura. Cuando está despejado y sopla el viento, es cuando realmente pienso que esos muñecos de la infancia no son un espantapájaros.
Que su sentido o función es otra.
Añadir comentario
Comentarios