El cielo tintado de naranja a las ocho de la mañana. Sabes que fuera hace un frío de horror, porque el coche te marca cero grados, pero la escasez de nubes matinales bañadas por esa gama de colores, promete un día de paseos.
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Adivinar la presencia del mar por encima de los edificios. Te quedan escasos kilómetros para sentir la arena a tus pies, pero el horizonte azul ya te informa de que, por fin, estas de vacaciones.
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La mesa escondida de las cafeterías, que parece no querer nadie por encontrarse arrinconada, en penumbra y con escaso espacio para manejarte. Las paredes te recogen, te acogen y no necesitas nada más que una infusión humeante y un croissant para encontrarte contigo misma y tu mejor amiga.
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La luz tenue del extractor de la cocina a las once de la noche. Ilumina lo suficiente para buscar una galleta prohibida en el armario; para poner agua del grifo en una taza hortera con mensaje positivo, y programar dos minutos en la ruleta del microondas. El proceso es casi adictivo.
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Sintonizar la radio y que aparezca una canción de los 2000. Volver veinte años atrás y preguntarte si sentirá lo mismo cuando en su coche suene, por sorpresa, esa melodía que en algún momento nos envolvió.
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Abrir un cajón en el que has dejado olvidada una caja de incienso. Un soporte estrecho de madera oscura, la barrita inclinada y rígida, el fino humo que desprende. Todo posado encima de un piano negro en el recibidor de casa.
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El no silencio de las bibliotecas y los susurros convertidos en su sonido ambiente.
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