Recuerdo que, hace no mucho, en cuanto acabábamos las clases, viajábamos a un pueblito de la costa de Portugal para empezar las vacaciones. Recuerdo mi enfado, las primeras veces, y las últimas también, al bajar del coche y sentir el frío viento procedente del Atlántico. La bienvenida mas bien se tornaba en bofetada. Odiaba la sensación de humedad y el frío que me daba escalofríos. Y lo odiaba porque mi máxima para esa semana en la playa era estrenar bikini y disfrutar del sol y del calor mientras las gotitas de agua con sal salpicaban mi cara. Dar un paseo por la playa con sudadera puesta me ponía de muy mal humor. Mucho más intentar tomar el sol con el viento gélido revolviéndome el pelo y el paravento cayéndose cada dos por tres. Toda una odisea.
Ahora estoy en el pueblo. Sentada en las escaleras que dan acceso a mi casa. Al sol y con la chaqueta de algodón cruzada en el pecho.
"Hoy hace tiempo de Portugal", le acabo de decir a mi marido con una sonrisa en la cara. Y efectivamente, así es. Sopla el viento, que proviene del mismo sitio que antaño, porque estamos a escasos kilómetros de la frontera. El cielo se ha despertado encapotado, pero las nubes se han ido disipando al igual que la calima sobre el mar. El sol intenta calentar pero lo consigue a duras penas porque parece que hoy no toca. Y yo. Yo no puedo estar más a gusto.
De un tiempo a esta parte, todo lo que sea ir tapado en época estival me parece un lujo. Ya no anhelo torrarme al sol de tres a ocho de la tarde; no necesito días de 35 grados para disfrutar el verano. Simplemente con tomar contacto con la naturaleza y tener el horizonte despejado, me es suficiente.
Quizá es que me estoy haciendo mayor, que no vieja. O quizá es que cada edad tiene sus peculiaridades, sus momentos y sus prioridades.
Salamanca, 30 grados.
El Pueblo, 21 grados.
Este es mi verano.
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